Relato transmitido oralmente, de generación en generación, las primeras referencias escritas datan del año 1865. La mayoría de los relatos coincide en que María Antonia Deolinda Correa vivió en San Juan entre 1820 y 1841. Hija de Don Pedro Correa, pertenecía a una familia residente en la localidad de “La Majadita”, 9 de Julio, aunque hay versiones que la ubican en otros pueblos.
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En el siglo XIX, en la provincia argentina de San Juan, vivía Deolinda Correa con su hija. Su esposo se alistó en el ejército del caudillo riojano Facundo Quiroga. La joven, perseguida por algunos pretendientes, se lanzó con su hijo entre sus brazos a cruzar el desierto en búsqueda de su amado. Abrumada por el sol, la sed y la fatiga, murió en la desértica soledad. Unos arrieros descubrieron el cadáver de la Difunta Correa y su hijo, que aún vivía. A partir de entonces, comenzó una intensa devoción popular hacia la infortunada mujer. El 1 de Noviembre de todos los años, en la Provincia de San Juan, durante dos días se realiza la festividad de la Difunta Correa cuyo propósito es agradecerle o pedirle algo a la santa. En el lugar el que pereció, se levantó una pequeña capilla en la que se tributa veneración fundamentalmente en el día de "Todos los Santos" y el día de "Todos los muertos". Devotas muchedumbres peregrinan entonces hasta el santuario de la Difunta Correa para pedir salud, amor, y la recuperación de objetos o animales extraviados.
El Santuario se encuentra a 63 km de la ciudad de San Juan, en plena región semidesértica andina de la provincia de este nombre, con el marco de la sierra de Pie de Palo y el trasfondo de la planicie de Vallecito, torturada por la aridez, el zonda y la nieve.
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Deolinda se había casado con Baudilio Bustos y acababa de ser madre cuando el reclutamiento forzozo se llevó a su marido para los enfrentamientos que recrudecieron con la guerra civil en el siglo XIX. Como muchas mujeres de su época, Deolinda quedó desprotegida ante el acoso de otros hombres y la amenazante presencia de las montoneras que arrasaban todo a su paso. Una madrugada, abandonó su pueblo para seguir a las tropas que llevaban a su marido y pedir clemencia por él. Cuentan los relatos que iba vestida de rojo para identificarse ante las partidas federales; que llevaba a su hijo en brazos; que eran pocas las provisiones que pudo cargar. El agua para sobrevivir en el desierto entre aguada y aguada la llevaba en dos chifles de cuerno.
Caminó hacia al este, hacia los llanos, las dunas, los arenales sin sombra. No había rutas ni caminos señalizados, sólo huellas que se borraban con el viento. Dicen que conocía la zona, porque había acompañado algunas veces a su padre.
El cansancio, el calor y la sed la vencieron. Desorientada, con sus últimas fuerzas trepó la cima de un cerro para divisar alguna población o indicios de agua, pero fue inútil. Murió de sed a pocos kilómetros de la aguada que estaba buscando. Días después, unos arrieros encontraron el cuerpo sin vida de Deolinda. Su hijo, aún vivo, mamaba de sus pechos. Los arrieros rescataron al niño y enterraron a la joven madre. Se dice que quien la enterró tenía las manos con llagas, que desaparecieron al instante que colocó la cruz para señalizar su tumba. En 1898 una tormenta en esa misma travesía dispersó el ganado que el arriero Flavio Zeballos llevaba a Chile. En medio de la noche y cerca de la cruz que señalaba la tumba de la difunta que decían milagrosa, prometió construirle una capilla si recuperaba los animales. Así lo hizo y en esa primera construcción otros promesantes agradecidos comenzaron a dejar agua y distintas ofrendas. Alrededor de la primera capilla, con el tiempo se levantaron cada vez más construcciones para albergar las donaciones, además de una precaria casa para el eventual cuidador. Con el tiempo, la gran afluencia de promesantes y ofrendas fue transformando este recóndito espacio en un complejo turístico de fe para recibir al creciente número de personas que llegan desde diferentes puntos del país y el mundo.
Por los Senderosde Argentina