Cincuenta años atrás, Chacho Echenique y Patricio Jiménez conocían al
Cuchi Leguizamón; así nacía una sociedad que se ubicaría en las
antípodas del boom folklórico de los años 60
En ascenso de Atlanta, una Copa Libertadores para
Boca, la sal en el vestuario ajeno. El fútbol argentino -eso lo sabemos
todos- le debe algunas cosas a Juan Carlos Lorenzo. Pero -esto lo saben
menos- la música popular también tiene una deuda con el Toto: el
nacimiento del Dúo Salteño, la piedra de Rosetta del folklore del
Noroeste.
A comienzos de los sesenta, el director técnico fichó a un robusto centrohalf
salteño llamado Néstor "Chacho" Echenique. Ilusionado por la atención
de Lorenzo, Echenique partió detrás de su sueño y se instaló en Buenos
Aires. Para paliar el desarraigo, tocaba zambitas en las concentraciones
y procuraba mantenerse en contacto con los coterráneos que buscaban
asilo en la gran ciudad. "En esa época, algunos salteños se reunían en
el Auditorio Kraft -recuerda Echenique-. Un amigo me invitó a una de
esas juntadas y, además de gente muy linda, como Osvaldo Daruich, Carlín
Langou y Las Voces Blancas, me doy con la sorpresa de que ahí estaba
Mercedes Sosa. Esa noche lo conocí a Patricio. Cantó, canté yo, me hizo
una segunda y se produjo esa comunicación espontánea que son las voces."
No
es un detalle menor: Patricio Jiménez (murió en 2009, a los 66 años) y
el Chacho Echenique no se conocieron en una peña de los Valles
Calchaquíes, sino en el subsuelo del microcentro donde tocaba Ástor
Piazzolla y desembarcaría el incipiente rock argentino. Desde su origen,
entonces, quedó sellada su carta de vanguardia; pero su legitimidad
como folkloristas no sería afectada. A fines de 1966, se reencontraron
en su provincia y tiraron una plomada para pescar de fondo en el alma
salteña. Prepararon una versión de "Pastorcita perdida" y, en marzo del
67, fueron invitados a una cena en la casa del célebre panadero Juan
Riera. Alrededor de la mesa, entre el vino y la carne asada, se apiñaban
los comensales: Manuel Castilla, Perecito, el peluquero Ernesto y,
desde luego, Gustavo "Cuchi" Leguizamón. "El Cuchi todavía no era una
leyenda -cuenta Chacho-. Nosotros cantábamos alguno de sus temas, pero
en esa época ni se mencionaban los nombres de los autores. Esa noche lo
importante fue la espontaneidad. Era verdaderamente un personaje y
estaba en su hábitat: nos matamos de risa. En algún momento cantamos y
pegó un gritó: «Eso está lindo, ¡pero hay que trabajarlo!». Se ve que le
gustó mucho el paisaje de nuestras voces."
Dos
días después se reunieron en la casa de Leguizamón y comenzaron con los
ensayos diarios, que podían extenderse hasta ocho horas. "En medio del
ensayo decía: «Vamos a tomar un recreo» -recordó Jiménez-. Entonces
ponía Schönberg, Béla Bartók, Stravinsky... ¡y nosotros bostezábamos que
daba miedo! No habíamos escuchado nunca esa música. Pero después
decíamos: «Chacho, ¿has visto que esos acordes de Stravinsky son
parecidos a los que está haciendo él en tal lugar?». Así fuimos
empezando a vincular todo."
Motivado por la dinámica del dúo y su
sociedad con Castilla, el Cuchi escribió la seguidilla de zambas, cuecas
y bagualas que componen el núcleo indivisible de su obra: "El
silbador", "Zamba de Lozano", "La arenosa", "La pomeña", "Zamba de
Argamonte", "Cantora de Yala". El equilibrio era delicado: el barítono
de Jiménez como cable a tierra; el contratenor del Chacho surcando el
aire. La baguala dormida dentro de la zamba.
A
su modo, esa música era una respuesta crítica al boom. A diferencia de
los grupos que dominaban la escena (Chalchaleros, Fronterizos) e incluso
la figura épica del solista (Cafrune), la plataforma estética del Dúo
Salteño tensaba la cuerda armónica. "Existe un afán de que esas voces
sean contrapuntísticas -explicó el Cuchi para el diario El Tribuno-; que
cada voz constituya una melodía que superpuesta a la otra dé también, a
la par, la armonía. Hay muy poca literatura sobre dúos, de manera que
este tratamiento ha resultado, en nuestro medio, de alguna
originalidad."
Debutaron durante las celebraciones del 25 de Mayo
en Santiago del Estero y, casi dos años más tarde, se abrió la
posibilidad de registrar el disco debut. "En 1969, cuando vinimos a
grabar a Buenos Aires, el Cuchi no estaba de acuerdo -dice Echenique-.
Consideraba, y yo estaba de acuerdo, que todavía nos faltaba trabajo.
Pero había urgencias. Nosotros habíamos dejado otras cosas y empezábamos
a tener necesidades".
Finalmente lanzaron el disco debut, tocaron en Cosquín y tuvieron su presentación en sociedad en El show
del minuto, de Hugo Guerrero Marthineitz. Para comienzos de los
setenta, ya habían esbozado un circuito alternativo y, durante un ciclo
en el Hotel Bauen, propiciaron el encuentro entre el Cuchi y el Mono
Villegas. Sin embargo, entre la escalada de la violencia política y la
escasez de apoyo, el Dúo Salteño se disolvió en 1973. "Ese sonido
todavía no estaba en los oídos -dice Echenique-. En esa época sólo se le
prestaba atención a la parte comercial. Y nosotros lo sabíamos
perfectamente. En aquellos primeros ensayos, el Cuchi nos decía: «Mirá,
Chango, estamos trabajando bien, pero no vamos a ganar un mango con
esto». Estábamos destinados."
La obra del Dúo Salteño, por
supuesto, fue maltratada por el mercado: sus discos están descatalogados
y sólo algunos títulos circulan en antologías desangeladas y de factura
industrial. Sin embargo, aunque el mainstream subestime su
importancia, tiene una gran profundidad histórica. No sólo porque fue el
vehículo para las canciones del Cuchi, sino también porque su giro como
intérpretes es un mojón ineludible. Abstracto pero terrenal, intuitivo y
académico, el Dúo Salteño es un desafío tanto para los festivales como
para todo el folklore de proyección ("los jazzeros con culpa", diría un
colega), donde es posible rastrear su influjo. "Todo el mundo cree que
la forma es lo externo -pensaba el Cuchi-. Lo mismo pasa con la armonía:
no es cuestión de aplicar los libros. Hay que respetar muchas cosas.
Hay que traducir el paisaje, incluso el fraseo de la gente."
En
ese punto, el Cuchi siempre tenía a mano un encuentro con Lino
Spilimbergo: una teoría de la estética como una parábola. Caminando por
las calles de Salta, el músico y el pintor se toparon con una vendedora
callejera de duraznos y decidieron comprar algunos. Spilimbergo partió
un durazno y le mostró el interior a su amigo: "Mirá cómo la forma viene
desde adentro".
Por los Senderosde Argentina